Nuestras habitaciones estaban pegadas la
una a la otra. Yo sabía que ella tenía novio, pero desde que había encontrado
ese pequeño agujero en la pared me era imposible no mirar. Todas las noches a
la misma hora, cuando llegaba del gimnasio, se sentaba en una silla de su
habitación y se descalzaba. Por ese diminuto agujero no se veían más que sus
pies y sus torneados gemelos, y a mí con eso me bastaba. Era como una droga,
algo adictivo que necesitaba hacer cada noche, aunque cada una de ellas me
prometía a mí mismo que no volvería a hacerlo, pero siempre volvía a caer.
La veía en un par de clases de la
universidad y sabía que se llamaba Sarah, pero nunca jamás me había atrevido a
hablar con ella; era la típica chica perfecta en apariencia. Rubia, alta e inalcanzable.
Pero tenía algo que solo yo parecía ver, como si le faltase algo, como si
necesitase ser salvada de su aparentemente perfecta vida. Aunque ¿de qué la iba
a salvar yo? A su lado me sentía como un mosquito insignificante, alguien en
quien nunca se fijaría ni por asomo, o eso pensaba yo.
Esa noche algo me pareció diferente,
había algo distinto que a través de mi pequeño orificio no logré distinguir,
sin embargo, cuando agudicé el oído, pude oír unos sonidos que al principio no
supe identificar pero después fueron claros como el agua: estaba llorando. Eso
me dolió de una manera que no podría explicar ni aunque quisiera. Sentí que me
sangraba el alma y me di cuenta de que tenía que hacer algo. Esa era mi
oportunidad de ayudarla, de rescatar esa parte de ella que parecía gritarme
ayuda desesperadamente.
Sin pensarlo, me levanté de la silla y
salí de mi habitación. Fue algo completamente inconsciente, solo me di cuenta
de lo que estaba haciendo cuando ya era tarde y mis nudillos estaban chocando
contra su puerta.
Ella tardó en responder lo que a mí me
pareció una eternidad.
—¿Quién es? —preguntó a través de la
puerta cerrada. Por su voz parecía asustada.
—Soy el chico de al lado. ¿Estás bien?
—No podía sonar más ridículo, pero hasta ese momento no se me había ocurrido
que tendría que hablar con ella, no me había preparado para eso.
Pensé que no se iba ni a molestar en abrir
la puerta, pero me equivoqué y por primera vez en mi vida sentí una ira y una
tristeza que me invadieron y me dejaron mudo. La chica de vida maravillosa que
veía siempre tenía una ceja abierta y un ojo morado. El mundo bajo mis pies se
desmoronó, no podía comprender que hubiese alguien capaz de hacerle algo así, y
lo peor es que me podía imaginar perfectamente quién había sido.
—¿Él te ha hecho esto? —le pregunté,
aunque los dos sabíamos que nos estábamos refiriendo al cabrón de su novio.
Los había visto juntos muchas veces por
el campus. Él daba la impresión de ser un hombre de negocios, seguramente
heredado todo de su padre, y era evidente que tenía algunos años más que ella.
Las veces que los había visto juntos no me había parecido que hubiese mucho
amor entre ellos. Algo en él me hizo pensar desde el primer momento que detrás
de esa apariencia perfecta ocultaba algún secreto, y ahí estaba, delante de mis
narices, una chica indefensa con la cara llena de golpes.
Cerré los puños con ganas de ponerle a
él la cara peor. No sabía dónde buscarlo, pero la ira tomó el control de mi
cerebro y me di la vuelta para ir a por él.
—¡No! —me gritó ella, y me agarró del
brazo para que no me fuese—. Déjalo, por favor. Ahora te necesito conmigo.
La necesidad que vi reflejada en sus
ojos hizo que todo lo demás se evaporase para mí, y desde ese instante mi única
prioridad fue ella.
La cogí de la mano y me la lleve a mi
habitación. Allí le curé las heridas y durante ese rato ninguno de los dos dijo
nada. Las habitaciones eran todas iguales: un cuarto pequeño pero con baño
propio, y al menos no compartíamos la habitación con nadie. Por una vez sentí
que pagar ese precio extra tenía su recompensa porque así nadie nos molestaría.
Mi baño tenía un pequeño botiquín de
emergencias que en ese momento me sirvió bastante de ayuda. El resto del cuarto
no era mucha cosa: una cama grande, un escritorio lleno de todos mis apuntes
desordenados, una estantería repleta de libros y discos y un armario que, por
suerte para mí, estaba cerrado y no dejaba ver el caos en el que se encontraba
mi ropa.
Esa noche era muy fría y, cuando casi
había acabado de curarle la ceja, me di cuenta de que ella estaba temblando.
—Toma—le dije mientras le pasaba la
manta—. ¿Mejor? — le pregunté, y me senté en la cama quedando de frente a ella,
que estaba sentada en la única silla que tenía en mi habitación.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó con un
hilo de voz.
—Me llamo John, coincidimos en algunas
clases.
—Sí, tu cara me sonaba. Creo que te he
visto alguna vez por el campus, pero no sabía que eras el chico de al lado.
—Sonrió tímidamente de una forma tan transparente que por fin pude verla en
realidad.
Me dio la sensación de que por primera
vez nos estábamos viendo el uno al otro tal y como éramos en realidad. Se creó
una magia especial en el silencio que reinaba en la habitación. Solo nuestras
miradas y nuestras respiraciones parecían existir. Éramos dos almas que se
acababan de encontrar y parecía que todo lo demás había dejado de existir.
Ella se levantó de la silla y yo la
imité. Me abrazó y correspondí al abrazo, y noté cómo poco a poco dejaba de
temblar. Qué tonto había sido, en ese momento me di cuenta de que no tiritaba
por el frío, sino por el miedo y la tensión que había vivido. De repente me
sentí mal por haberla traído a mi habitación después de todo lo que había
pasado.
—¿Quieres que te acompañe hasta tu
dormitorio? —le susurré al oído.
No quería soltarla, no podía dejarla
sola, pero tenía que preguntarle, saber lo que ella necesitaba y hacer lo mejor
para ella.
Negó con la cabeza aún pegada a mi
pecho y noté la humedad de sus lágrimas a través de mi camiseta.
—No…,por favor, no llores. —Me separé
un poco hasta verle las mejillas llenas de lágrimas y se las limpié con mis
manos acariciándola.
Fue la caricia más fascinante del
mundo, pude notar su suave piel bajo mis manos. Me miró a los ojos y acercó sus
labios a los míos poniéndose de puntillas. Yo no quería aprovecharme de ese
momento de debilidad, pero algo dentro no me dejó apartarme de ese beso y me
hizo profundizar más y rendirme a ella.
Creamos algo que nunca había imaginado
que pudiese existir. Un mundo paralelo en el que todo lo demás parecía que
sobraba. Allí solo estábamos ella y yo; el resto del planeta había desaparecido
para nosotros. No sé cuánto tiempo estuvimos besándonos, pero ninguno de los
dos podía parar de hacerlo.
La ropa iba desapareciendo poco a poco
y, muy despacio, nuestros cuerpos se iban uniendo según iban disminuyendo las
capas de ropa hasta que, en algún momento de la noche, los dos acabamos
desnudos en mi cama. Era algo que nunca había imaginado que pudiese suceder en
la realidad, y la verdad es que me daba miedo que ella pudiese arrepentirse al
día siguiente.
Ahora mismo acababa de vivir una
situación traumática y no quería que hiciese nada que al día siguiente pudiese
lamentar. Pero parecía tan decidida y yo… me veía incapaz de negarle nada.
Además, aunque mi parte más cerebral intentase tomar el control, no creo que
hubiese podido. La atracción que había entre nosotros era demasiado fuerte y,
según las caricias iban tomando intensidad, esa fuerza invisible se hacía cada
vez más patente.
Dejé que ella controlase la situación;
avanzábamos a su ritmo, a veces lento y a veces tan rápido como el aleteo de
una mariposa. Pero ella parecía disfrutar de tener el poder, como si nunca
antes hubiese tenido las riendas para ser libre, y yo estaba feliz de sentir
que le daba algo que nadie nunca le había dado hasta entonces. Aunque sus actos
me demostraban que quería llegar hasta el final, tenía que asegurarme. Quería
tener la seguridad de que eso era lo que ella pretendía.
—¿Estás segura de que quieres que
hagamos esto? —le susurré al oído antes de que no hubiese marcha atrás.
—Nunca en mi vida he deseado tanto algo
—contestó ella.
Estábamos tan cerca que solo con un
pequeño empujón me enterré dentro de ella. Los dos gemimos y nos aferramos a
ese momento como si algo en nuestro interior nos dijese que esa era nuestra
única oportunidad y que a lo mejor no volvía a suceder jamás.
Se repitió durante todo el fin de
semana que estuvimos recluidos en mi habitación. Pasamos el tiempo en la cama
entre conversaciones, caricias y besos. En esos días conocimos nuestros cuerpos
y nuestras mentes como nunca había imaginado. Fue muy intenso, yo solo encendía
el móvil para llamar a algún restaurante de comida rápida para poder
alimentarnos. El resto del tiempo fue solo de los dos.
Hasta el lunes.
El temido día en el que volví a la
realidad. Simplemente, cuando me desperté, no estaba, como si todo hubiese sido
un sueño.
Al principio no quise verlo, imaginé
que tendría alguna asignatura a primera hora de la mañana. Yo no tenía que ir
hasta la tarde, así que me arreglé despacio, fui a clase y cuando volví, me pasé
por su habitación a ver si estaba.
La habitación estaba vacía. No me lo
podía creer, durante días estuve mirando el móvil a ver si recibía alguna
llamada. Pensé que quizás solo necesitaba algo de tiempo para arreglar su vida,
pero nunca volvió, y nunca llamó.
A los pocos meses me enteré de que se
había casado con el cabrón que le había pegado. Tapé el agujero en la pared y
me prometí a mí mismo que no dejaría que ninguna mujer me hiciese daño de
nuevo.
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